miércoles, 29 de junio de 2011

Pincelada: El tomate



Hoy les voy a hablar del tomate, una hortaliza (¿o deberíamos llamarle fruto?) muy especial, sin la cual esas refrescantes y deliciosas recetas veraniegas como el gazpacho andaluz o el salmorejo cordobés serían absolutamente impensables. Y, especialmente ahora, con el calorín que está haciendo en toda España, ¿pueden ustedes imaginarse una ensalada mixta sin su tomatito?

Los orígenes del tomate no están muy claros. Todos sabemos que lo trajeron a Europa los Conquistadores hacia 1540. Se decía que su origen era Méjico, pero, según parece, el tomate silvestre ya se conocía mucho antes del imperio inca en la zona andina del actual Perú. Aún hoy existen gran cantidad de variedades silvestres en los países de la cordillera andina. De ahí pasó de forma espontánea a Guatemala y Méjico, en donde se empezó a cultivar. Los aztecas le dieron el nombre de tomatl (“fruta hinchada”), que nuestros lejanos antepasados (con el mal oído para los idiomas que suele caracterizar a los españoles) transformaron en “tomate”.

En ese contexto, “Wikipedia” nos aclara:
“Existen evidencias arqueológicas que demuestran que el tomatillo, una variedad del tomate, ácida y de color verde, que aún se consume en México, fue usada como alimento desde épocas prehispánicas. Esto hace pensar que el tomate también fue cultivado y usado por los pueblos originarios mesoamericanos desde antes de la llegada de los españoles. Es posible que después de la llegada de los conquistadores el tomate se cultivara y consumiera más que el tomatillo por su apariencia colorida y su mayor tiempo de vida después de ser cosechado.
En todo caso, el tomate llegó a América Central por diversos medios. Los mayas y otros pueblos de la región lo utilizaron para su consumo, y se cultivaba en México meridional, y probablemente en otras áreas hacia el siglo XVI”.

Cuenta el conquistador y cronista de Indias, Bernal Díaz del Castillo (1496 – 1584), en uno de sus relatos que los indios guatemaltecos acostumbraban a guisar las piernas y brazos de los enemigos vencidos en una salsa llamada “chimol” (lo que hoy llamaríamos un “sofrito”) hecha a base de tomates, pimientos-ají, cebolletas y sal. Por cierto, esa salsa se ha conservado hasta hoy con pocas variaciones y se utiliza, sobre todo en la cocina azteca, como complemento de platos de carne asada o de tacos. Como verán, incluso los antropófagos pueden tener gustos refinados.

Lo cierto es que el tomate hizo una entrada triunfal en Europa, vía Sevilla, que era la ciudad española donde, por aquel entonces, se cortaba el bacalao en lo que a negocios se refiere. Su éxito inicial parece ser que se debió a que se le atribuían propiedades afrodisíacas. Por eso los franceses le dieron el nombre de pomme d’amour (“manzana de amor”). Por cierto, una denominación que traducen también los alemanes a su idioma ("Liebesapfel"), probablemente porque, por aquel entonces, la lengua que los nobles germanos utilizaban para conversar entre sí era el francés, el idioma de los diplomáticos de todo el mundo. Por lo demás, las clases humildes poco acceso podían tener a un producto tan exclusivo y, consecuentemente, inalcanzable para ellos.

Pero todo parece indicar que, ya a inicios del siglo XVII, el tomate se utilizaba para comerlo en ensalada, aunque, por supuesto, no precisamente en el menú de los más desfavorecidos y es apenas en el siglo XVIII cuando se tiene constancia de la aparición en Italia de la primera salsa de tomate. En realidad, se puede decir que han sido los italianos los que mayor partido han sabido sacar a este humilde aderezo. Me atrevo a decir que en Italia, de Norte a Sur, deben existir un mínimo de 50 variaciones distintas de salsa de tomate, todas ellas exquisitas y, en su mayor parte, de fácil preparación. Desde la sencilla salsa di pomodoro casera para spaghetti, pasando por los tagliatelle alla bolognese, hasta los maccheroni alla putanesca, la base de la salsa es siempre el tomate mimosamente guisado con diversos ingredientes y, finalmente, perfumado con una o varias hierbas aromáticas.

Pero volvamos al tomate, tomate. ¿Sabían ustedes que existen casi cien variedades de tomates para cocinar y para ensalada? No se asusten. No tengo la más mínima intención de detallarlas porque seguro que ustedes las conocen tan bien como yo. Eso sí, todas ellas tienen un denominador común: sus propiedades muy positivas para nuestra salud. Esta hortaliza es muy baja en calorías, lo que la convierte en un componente ideal de todo tipo de dietas. Entre sus múltiples cualidades está su aporte de vitaminas C y E, por lo que se le considera un excelente antioxidante natural. El tomate es además rico en fósforo y potasio, dos minerales imprescindibles para el buen funcionamiento de nuestros músculos y en general, de todo el sistema nervioso central. Además de ser desintoxicante, el tomate ayuda a prevenir el infarto y, según algunos estudios realizados en USA, incluso distintos tipos de cáncer. Ello se debe, al parecer, al licopeno, un pigmento vegetal que es el origen de su color rojo y que es sumamente importante para el perfecto funcionamiento de nuestro organismo.

Si nuestros antepasados tenían que esperar al buen tiempo para poder comer tomate, nosotros ahora lo tenemos mucho más fácil, pues podemos comprarlos durante todo el año. Ahora bien, los de mejor calidad son los que se recolectan en los meses de verano y, si apuramos mucho, hasta octubre. Esos tomates madurados a la antigua, en el campo y a pleno sol (y a ser posible con fertilizantes naturales en lugar de los dañinos pesticidas), tienen un perfume y un valor nutritivo incomparables. Y se lo dice alguien que se crió de niña comiendo el muy catalán “pa amb tomàquet”.
Margarita Rey

1 comentario:

  1. muy buena la informacionnnnnnnnnnnn !mmmmmnnnnnnnnnnnnn

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