martes, 28 de febrero de 2012

Leído en la Prensa: Predicar con el ejemplo






“Dar ejemplo es todo lo que un padre puede hacer por sus hijos” (Thomas Mann)

Sin duda hay ejemplos y ejemplos. Cuando la Casa Real indicó en una nota oficial que Urdangarin no había tenido un comportamiento «ejemplar» no solo estaba aludiendo a una vieja idea según la cual gobernantes e instituciones deben mantener una conducta digna de ser imitada, a fin de propagar en los reinos la virtud y las buenas costumbres. El concepto clásico de ejemplaridad mira también en otra dirección: dado que lo ejemplar está al alcance de unos pocos, comportarse de cierta manera diferencia, eleva, aristocratiza. El sujeto que renuncia a ser ejemplar se aplebeya o, lo que es lo mismo, pierde ese signo de distinción que le hace acreedor de respeto y por tanto queda despojado de su honor.

Pero ¿puede ser la ejemplaridad así concebida una moneda de curso legal en las nuevas sociedades democráticas, igualitarias, en las que no está admitida la separación entre unas minorías selectas y la muchedumbre obediente? Todos tenemos modelos a los que seguir, pero estos ya no provienen forzosamente de las jerarquías establecidas sino de la elección personal de cada uno. Ahora bien, nadie discutiría que un padre o una madre han de dar buen ejemplo a sus hijos al igual que un maestro ha de ser ejemplar para sus discípulos. En la cadena pedagógica sigue habiendo relaciones verticales que reclaman el ejercicio de la ejemplaridad como medio de transmisión de valores.

Y es ahí donde suelen suscitarse las dudas más apremiantes, ya no acerca de la legitimidad de lo ejemplar sino respecto de su eficacia. Sabemos que la capacidad de imitar es un rasgo distintivo de la inteligencia humana, pero esa capacidad no va siempre acompañada del acierto en la elección de los modelos. Para que un ejemplo funcione no basta con que sea «bueno»; es preciso que su bondad sea apreciada por aquellos en quienes pretende influir, que estos reconozcan su autoridad y su excelencia. ¿Cómo es posible —se preguntan muchos padres cultos, instruidos y devotos de los libros— que mis hijos no se hayan aficionado a la lectura? ¿Qué habré hecho yo, que nunca he roto un plato, para tener un hijo agresivo? El sistema de transmisión generacional mediante ejemplos heredados en la familia, en el oficio o en el aprendizaje ha entrado en quiebra porque los modelos únicos de otro tiempo rivalizan —y a menudo en inferioridad de condiciones— con otros más atrayentes o con mayor capacidad de reclutar seguidores.

Para bien o para mal, habremos de admitir que los chicos y las chicas de hoy ya no hacen «lo que ven en casa», en contra del axioma admitido hasta ahora. Antes al contrario, en el hogar penetran gestos y hábitos adquiridos por los pequeños en la calle o en alguno de sus nuevos 'agentes infiltrados'. La televisión y los ordenadores son eficaces portadores y transmisores de 'memes', esas unidades de información que según Richard Dawkins se propagan de cerebro a cerebro con un potencial de imitación superior al de cualquier enseñanza. En otro tiempo el monopolio de la autoridad residía en las figuras adultas que por definición estaban investidas de prestigio, esto es, «daban ejemplo»: el padre, el cura, el maestro. Y su capacidad de influencia quedaba reforzada merced al concurso cómplice de unas costumbres sociales instauradas por la tradición, dentro de sistemas ideológicos de creencias firmemente asentadas. Hoy la feliz irrupción de la libertad individual y de la igualdad social en los procesos de toma de decisiones ha dado lugar a una «vulgarización» de modelos multiplicados, a una oferta de ejemplos abundante y diversa en medio de la cual no siempre triunfa el mejor.

No hay que desistir de dar ejemplo porque esa renuncia supondría una dejación de responsabilidad. Pero es un empeño baldío si lo que se pretende es poner en funcionamiento viejos engranajes oxidados. En su espléndido tratado Ejemplaridad pública (Taurus), Javier Gomá ha propuesto una revisión del concepto de ejemplaridad liberado de la caspa de aristocratismo que suele acompañarle y llevado al terreno de la «vulgaridad» en su sentido positivo: entendida como el consenso de voluntades libres de unos ciudadanos que aspiran a ser mejores y a llegar más lejos, pero emancipados la antigua autoridad dogmática. Siempre nos hará falta el espejo de las personas modélicas, el ejemplo de los excelentes, la luz de los más esforzados, capacitados y brillantes. Pero esa ejemplaridad habrá de ser persuasiva y no autoritaria, conquistada mediante el mérito y no impuesta por la tradición o por la posición.

Así hasta llegar a crear un «circuito ininterrumpido de ejemplaridades que conforma toda una moral pública», en palabras de Gomá. Ni que decir tiene que al político le alcanza en última instancia el grado más alto en esta ejemplaridad responsable, por el impacto moral que su conducta tiene en el resto de ciudadanos. Precisamente ahora que los ejemplos varían, se multiplican y pugnan los unos con los otros con mensajes diversos y no siempre modélicos, la ejemplaridad del hombre público se hace más necesaria. No por honor, sino por responsabilidad.

Fuente: El Correo Digital
Autor: José María Romera

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