martes, 24 de septiembre de 2013

Atalaya: La superstición





Íntimamente relacionada con la religión está la superstición, que según  algunos investigadores anglosajones  podría incluso ser el comienzo de las religiones. Nuestros remotos ancestros, en su miedo creciente según se desarrollaba su cerebro, inventaron los espíritus (malos y buenos). El espíritu supremo era el sol. La noche pertenecía a los malos espíritus Pero el protector sol también podía ser adverso al humano. El sol podía ser arbitrario, colérico, injusto, cruel y sangriento. Dominados por su superstición, el humano trataba de aplacar la ira del ser supremo con sacrificios humanos. Miles de años después, la víctima humana fue sustituida por animales, principalmente corderos u ovejas, que son los más mansos. Por lo visto, a Dios le gustaban las chuletas y el corazón de los animales sacrificados en un túmulo.
 
La superstición es irracional (como los credos). Se desarrolla en ambientes dominados por la magia, cuyos poderes proyectan los ingenuos creyentes a ídolos, figuras y pinturas. Tal vez sea la religión católica una de las más receptivas a la superstición. “Si Dios quiere” es, por ejemplo, una expresión supersticiosa. Lo que los creyentes llaman “Dios” (palabra muy antigua, que monopolizaron los llamados padres de la iglesia) contiene una variada gama de supersticiones. “Dios lo ha querido” suele decirse en el caso de una pérdida personal. “Dios nos ama”: una afirmación que suele oírse en boca clerical, para que nos sintamos amados y protegidos por una fuerza mágica superior. Si ha habido una catástrofe en la que han perdido la vida centenares de “hijos de Dios” y resultado heridos otros tantos, los sacerdotes y sus jerarcas tienen aprendida una frasecita, con la que se ponen a salvo: “Los caminos de Dios son inescrutables”.
 
Para ser justo habrá que apuntar que la superstición en todo el catolicismo suele ser inocua, pero daña la razón del creyente, con falsas afirmaciones. Además, la Iglesia rechaza a las sectas totalitarias y violentas. La superstición más peligrosa, suele crear fanáticos y asesinos, habiendo metido en el poco seso de sus molleras que auto inmolarse para matar  personas inocentes, consideradas enemigas, es bien visto por el “gran dios”, que en seguida abre las puertas del paraíso a los suicidas por la “santa causa”.
 
Todavía, en nuestros días, existen personas religiosas, que temen o adoran al mamarracho de Satán como el Gran Maestro de la Magia. Durante el fin de su papado, Juan Pablo II declaró ante peregrinos en la Plaza de San Pedro que el infierno no existe, que tampoco existe el demonio. El sucesor Ratzinger, Benedicto  XVI (enamorado de la Edad Media), vino a relativizar las palabras de Juan Pablo y restableció un de las peores  prácticas de superstición, nada menos que en el siglo XXI: restauró la creencia en la posesión de personas por satanás e instó a los sacerdotes a formarse como exorcistas. El exorcismo irrita a los científicos, en especial a médicos y psiquiatras. Los llamados posesos son enfermos mentales o epilépticos. Por otra parte, la contradicción: Ratzinger declaraba que el cielo no existe como dimensión espacial, sino sólo como espiritual. Los millones de creyentes católicos seguirán, por la magia, esperando ir al cielo: al paraíso (no el fiscal, que a ése ya han llegado muchos).
 

La superstición es combatida por la  religión cuando no conviene. La religión sólo se ocupa en combatir supersticiones que pueden resultar una competencia, aunque hay casos en que la Iglesia hace la vista gorda cuando están en juego grandes intereses, como en el caso de la fallecida vidente de El Escorial; una secta incluso con templo y gran cantidad de seguidores: todos al parecer han echado al gato sus sesos. La vidente era una buena charlatana. Afirmaba ver a la Virgen a la puesta del sol y conminaba a sus seguidores a que mirasen fijamente al sol poniente, si querían ver a la Virgen. No pocas personas enfermaron de la retina.
 
No existen las apariciones marianas, que casualmente casi siempre se aparecen a pastorcillos o pastorcillas analfabetos o a humildes indios, como en el caso de Guadalupe. Los científicos apuntan a desarreglos psíquicos, halucinaciones o simplemente a un exceso de fantasía (superstición), cuando no engaño. Otra monumental falacia es la llamada Túnica de Turín o la Síndome. Hay mucha literatura al respecto y no falta quien opina que se trata de una broma del genial Leonardo da Vinci. La verdad es que millares de personas han experimentado hasta ahora, por la magia de la autosugestión, una mejoría. ¡Que cada cual sea feliz a su manera, sin obligar a los demás a comulgar con ruedas de molino! El Vaticano posee toda la información a este respecto, y en otros casos milagrosos. ¿Por qué no los publica junto con los estudios de los científicos? ¿Lo hará el papa Francisco, que afirma querer desempolvar la Iglesia?
 
En Europa existen muchos supersticiosos. Son numerosos en Alemania, en Italia, en Francia, en España. Su fuerza radica en le creencia irracional que un poder supremo, mágico, es dueño de nuestras vidas. Como en las misas negras y de bruja(o)s, se adora a satanás como el Señor de la Magia. Es de alabar la lucha de los misioneros contra sectas cruentas, como el Vudú, repartida en la actualidad sobre todo por los países con antiguos esclavos de África Occidental, y países africanos. El Vudú utiliza fetiches para asesinar a sus víctimas. El mecanismo que utiliza el Vudú es el mismo que otras sectas satánicas: la llamada “muerte psicológica”: la víctima se obsesiona tanto por la amenaza, que concluye por contraer una neurosis, una depresión o una psicosis e incluso fallecer.
 

Acabemos con la superstición, que sirve a la religión de cadena de enganche. También hombres cultos pueden caer en el pensamiento mágico. La magia no existe, la inventamos nosotros, es nuestro cerebro quien se ríe de nosotros, con la superstición. No hay magos, ni magas, ni pitonisas, ni videntes, ni curanderos, ni chamanes, ni hechiceros. Todos son unos farsantes  o unos hábiles hipnotizadores.  No existen milagros: es la fuerza de nuestra autosugestión, si creemos  intensamente  en ella, la que nos cura. La inmensa mayoría de las personas “curadas” tienen una enfermedad psicosomática, que puede ser superada o aminorada mediante la palabra. Los oftalmólogos saben de personas que se quedan súbitamente ciegas y recobran la vista en un par de días, sin necesidad de acudir a un santuario o a un curandero. ¿Conocen algún caso de un cojo al que un milagro le haya devuelto la pierna?
 
Puestos a creer, creamos en la fuerza positiva de nuestro cerebro, en la luz de nuestra razón.


 

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