miércoles, 5 de noviembre de 2014

Atalaya: El Valle de los Caídos


 

En estas luctuosas fechas de noviembre olvido la Economía y me viene a la memoria el Valle de los Caídos en Cuelgamuros. Es el principal símbolo del franquismo, con el que Franco quiso propagar la imagen de la reconciliación de los españoles, haciendo acarrear en camiones al  Valle a muertos republicanos, procedentes de las fosas comunes. Allí fueron enterrados sin orden ni concierto, sin ninguna clase de identificación, de manera que sus familiares no pueden visitarlos.

Algunos piensan que la España democrática debería volar el monumento, entregando al embalsamado dictador a su familia y proceder  de igual manera con los restos mortales de José  Antonio, fundador de la Falange, que reposan en la capilla de la Abadía de la Santa  Cruz. Yo soy contrario a esta solución extremista e inviable. En las legislaturas del socialista  Felipe González no se tomó ninguna decisión al  respecto. Tampoco movió un dedo Zapatero. Si González, en los principios de la llamada transición, no actúo fue debido al miedo ante los poderes fácticos, Ejército, falangistas e Iglesia católica, que volverían a dividir a los españoles dando al traste con la incipiente democracia. Zapatero tampoco quería provocar a la derecha en el PP y la ultraderecha al margen de este partido archiconservador.

En mi opinión, el Valle de los Caídos debería convertirse en el símbolo de la España reconciliada consigo misma, por encima de las ideologías. El Valle tendría que ser también un monumento a los centenares de “esclavos” republicanos, forzados a dejarse la piel e incluso la vida en la construcción de esta obra faraónica.  La llamada Abadía de la Santa Cruz y su capilla no tienen por qué ser cerradas. Siempre habrá devotos que deseen rezar  por sus difuntos, aunque no estén identificados. Junto a la cruz, más enorme que santa, debería colocarse  una gran lápida con la inscripción, por ejemplo, “A todos los españoles muertos en la fratricida guerra civil. Que este horror no se repita nunca jamás”.

Por otra parte, un gobierno democrático sí que tendría que imponer que se supriman los últimos vestigios arquitectónicos franquistas que quedan (en la ciudad autónoma de Melilla siguen todavía en pie las últimas estatuas de Franco en territorio español que no han sido retiradas porque Juan José Imbroda, Presidente melillense del PP, se niega a jubilarlas). Los nombres de plazas y calles habrían de ser sustituidos por nombres ilustres. Denominaciones fascistas como Plaza del Caudillo, Paseo de José Antonio o calle del General Mola son anacrónicas. Me parece recordar que había  un decreto en este sentido durante la legislatura de Zapatero. Pero, al parecer, muchos ayuntamientos del PP prefieren las nomenclaturas franquistas.

 
 

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