lunes, 8 de junio de 2015

Pincelada: Carencias



El pasado martes se publicaban los datos del Módulo de Carencia Material que forma parte de la Encuesta de Condiciones de Vida que elabora el Instituto Nacional de Estadística (INE).
 
Si bien los datos difundidos por el INE reflejan unas carencias básicas tan importantes como las de que dos de cada cien niños no puedan tomar al menos una comida de carne, pollo o pescado cada dos días,  algunos de los medios hacían especial hincapié en que “en uno de cada diez hogares españoles en los que viven niños menores de 16 años no puede permitirse celebrar sus cumpleaños debido a la situación económica que atraviesa la familia y que en el 4,9 % de los niños tampoco tienen bicis o patines”.

En cuanto a los adultos, entre otras cosas, se resaltaba que el 11,8 % de los adultos no pudiera permitirse reunirse con amigos o familia para comer o tomar algo al menos una vez al mes, un porcentaje que casi se ha duplicado desde 2009.
 
Vaya por delante que me duelen mucho las carencias que denuncia, con datos oficiales, el INE. Sin embargo, no puedo entender que se mezclen necesidades básicas como la alimentación, la vivienda, la  sanidad, que son inexcusables,  con otras, tan accesorias e impuestas por el medio social, como las celebraciones de cumpleaños o las quedadas con amigos en un bar.

Me apuesto lo que sea a que algunos van a pensar de mí que soy una yaya de esas que cuentan batallitas nostálgicas y puede que tengan razón. En los años cincuenta, cuando yo era niña, en Barcelona la clase media celebraba los cumpleaños en familia, al mediodía con una comida un poco más especial, con tarta de cumpleaños para postre. Por la tarde, una merienda también en casa, con un grupo reducido de amiguitos, en la que se servía el resto del pastel, chocolate, un plato de nata montada y bollos suizos.

Las comuniones eran similares. Los vestidos eran bonitos, pero sin excesivos lujos. En mi caso, era el uniforme de comunión del colegio. Íbamos todas vestidas igual. La única diferencia que se nos permitía era la calidad de la tela y la limosnera. Después del acto se celebraba un desayuno en la sala de actos del colegio, en el que participaban las monjas, el sacerdote y los monaguillos, los padres y familiares más allegados y las niñas que ese día habían tomado la comunión. Al almuerzo, generalmente en casa,  asistía sólo la familia más cercana. En muchos casos, se encargaban canelones o paella a algún restaurante cercano. Por la tarde, volvíamos a reunirnos el grupito de amigos y el consiguiente atracón de chocolate, crema catalana, nata montada, bollos suizos y cruasanes estaba servido. Nadie en su sano juicio se hubiese metido en el gastazo de un fiestorro como el de esas comuniones-bodas multitudinarias, por las que las familias hoy se entrampan hasta las cejas.
 
Eran tiempos en los que comer pollo era un lujo que las familias se permitían sólo en contadas ocasiones. Claro que eran pollos de granja y no de campo de concentración. Las niñas que íbamos a las monjas llevábamos entre semana el uniforme y para el fin de semana teníamos como mucho dos o tres vestidos. Los chicos, más de lo mismo: uno o dos trajes de diario y un par para los domingos. En cuanto a la bici y los patines, los que teníamos la suerte de tenerlos los compartíamos con otros menos afortunados.

A mi padre, como gran lujo, le gustaba de vez en cuando tomar el café en el bar de abajo antes de ir a trabajar. Y mi madre, gran aficionada al espresso, ya que ella no pisaba el bar, me mandaba también alguna vez que otra allí con una jarrita, a que le comprase su pequeño vicio. Los domingos, para desayunar, mi madre nos ponía un panecillo de viena con mantequilla con el café con leche. Más tarde, mi padre solía llevarme a pasear y a tomar el vermut (yo, naranjada) con aceitunas rellenas o almejas de lata y, después, a casita a comer macarrones gratinados o arroz a la cazuela como plato fuerte. De merienda, ese día tocaba pan con tomate y salchichón de Vic o con jamón. Eso era lo que se estilaba por aquel entonces cuando se vivía de un sueldo pasable. Para mi gran vergüenza, reconozco que no tengo ni idea de cómo eran las celebraciones en la clase trabajadora, aunque creo que las grandes diferencias eran más bien en la calidad de la ropa y en algún lujillo atípico. Una amiga que vivía en una portería y cuyo padre era policía municipal, me había comentado alguna vez que, para él, lo más importante era una buena mesa.
 
Lo que quiero decirles es que esas supuestas “privaciones” que cito y que el INE engloba dentro del apartado “carencias básicas”, eran para nosotros simplemente “un extraordinario”. Y si a nosotros no nos fue tan mal y sobrevivimos esa escasez de lujos sin daños sicológicos, quizás sería ahora, en tiempos de crisis, el momento de recapacitar sobre lo necesario y lo accesorio. ¿O debería decir superfluo?

Margarita Rey



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