sábado, 3 de octubre de 2015

Atalaya: El Fenicio


 
 

Nuestro país, que ha sido (y en cierta forma no ha dejado de serlo) cuna de civilizaciones, incorporando al mundo un nuevo continente, con una parte también de los actuales EE.UU., y expandiendo también nuestra presencia en el Mediterráneo, parece en la práctica que vive aún en los tiempos de Viriato, el heroico pastor lusitano, o de Indivil y Mandonio.

Desde sus comienzos históricos, la Península Ibérica ha sido el espacio de millares de tribus, como los propios iberos, que dieron nombre al territorio que hoy se llama España. Posteriormente, los celtas llegaron a la Península, fundiéndose con los “autóctonos” iberos, cuya procedencia es muy discutida por los historiadores. Una mayoría se inclina por la tesis de que los iberos vinieron de Argelia (hace algún tiempo un grupo de investigadores creyó poder afirmar que el ADN de los vascos coincide con el genoma de los argelinos). Otros, sin embargo afirman que proceden del Cáucaso. Tras algunas escaramuzas, iberos y celtas decidieron fundirse en un solo pueblo: los celtíberos, pasando Iberia a llamarse Celtiberia. Cuando algo es muy típicamente español solemos decir: “Esto es Celtiberia y lo demás son cuentos”. El periodista y escritor Luís Carandell publicó en 1971 con mucho éxito su libro “Celtiberia Show” que demuestra que esos especímenes todavía no se han extinguido. Si no fuera tan fenicio, el catalán Artur Mas sería un buen ejemplo de “homo celtiberus”.

Muchas de las etnias “desaparecidas” siguen existiendo en los acentos regionales. Los “extranjeros” llegaron a España para establecerse en ella. Casis todos hallaron un lugar donde vivir o lucharon para hacerse un hueco. Sólo los gitanos no hallaron territorio. La mayoría de ellos, según se dice, vino de la India, haciendo escala en Egipto, se acomodó en lo que hoy es Andalucía, aportando aspectos culturales al folclore local que fueron el origen del cante y baile flamenco, de sello indudablemente hindú. Antes de la invasión árabe, que comenzó en 711, Iberia fue muy codiciada por fenicios, griegos, cartagineses y romanos, no sólo por la gran oferta de riquezas naturales, que iban desde lo alimentario (trigo, aceite, vino) hasta los minerales (cobre, plomo, hierro y plata). A medida que en el norte de África crecía el estado de Cartago, fenicios y griegos fueron desplazados de este comercio que se disputaban, por motivos también geopolíticos, las dos grandes potencias de la época, las Repúblicas Roma y Cartago. Este choque de intereses fue el origen de las llamadas Guerras Púnicas (264-146 de nuestra era). En estas guerras también participaron otras tribus asentadas en las Baleares (Ibiza) y la actual Andalucía, a favor de los cartagineses, otras (Tarraco, Cartago Nova y algunas zonas cercanas al Guadalquivir) fueron atraídas en la segunda guerra púnica por el bando romano.

Finalmente, los vencedores romanos se apoderaron de toda Iberia, transmitiendo a lo que hoy llamamos España su alta civilización y una lengua común: el latín, que el pueblo hablaba dificultosamente o que sencillamente transformó en el “sermo vulgaris”, es decir el latín vulgar, cepa de nuestra lengua actual: el español. Curiosamente, los vascos, que no se habían dejado invadir, confraternizaron con los romanos e incluso hubo vascos que combatieron en las legiones romanas. De aquellos tiempos han quedado grabados en nuestra memoria nombres como Asdrúbal Barca, hermano de Aníbal y comandante de las tropas cartaginesas, o Escipión el Africano, el general romano que le venció en Ilipa (206 a.C.). Se trata del mismo Escipión, que más tarde, como gobernador de Hispania, puso asedio a la heroica Numancia. Los numantinos diezmados por el hambre y las epidemias prefirieron matar a sus familias y suicidarse antes que entregarse a los romanos. Desde entonces, la expresión “defensa numantina” es sinónimo de mantenerse firme y defender hasta el límite a algo o alguien aunque se tengan pocas probabilidades de éxito.
 
Mas España no fue sólo un país receptor; también contribuyó decisivamente a la civilización romana, con emperadores como Trajano, Adriano, Marco Aurelio y Teodosio. De Hispalis (la actual Sevilla) fue el gran filósofo de aquellos tiempos: Séneca.
 
En la decadencia del Imperio Romano, invadieron España pueblos germánicos (del norte de Europa): suevos, vándalos y alanos. Pero, según apunta Ortega y Gasset, estos germanos, (llamados también bárbaros por su lengua tan extraña), venían ya de Francia debilitados y degenerados y no fueron capaces de fundar un reino sólido.

Mejor suerte corrieron los godos (visigodos) que lograron asentarse en la Península Ibérica durante tres siglos tras la partida de las tropas romanas en plena decadencia del Imperio Romano. La base principal de los visigodos en España fue Toledo, la que cinco siglos más tarde sería ciudad con las tres culturas durante el reinado de Alfonso X el Sabio. Sin embargo, los visigodos no pudieron resistir a la invasión árabe, que dieron nombre a la actual Andalucía (Al-Andalus). Por poco ocupan toda la Península, pero los caballeros cristianos pudieron hacerse fuertes en Galicia y resto del norte de España, derrotando a los sarracenos, según la leyenda gracias a la intervención de la Virgen de Covadonga y del apóstol Santiago. Otro mito de la Iglesia católica española reza que cuando los moros veían aparecer a Santiago, cabalgando un blanco corcel y blandiendo su fulgurante espada, huían espantados. El grito de los cristianos era “¡Santiago y cierra España!” Los franquistas y su iglesia han hecho gran uso patriótico de esta leyenda.
 
España nunca ha tenido vocación de nación, ni siquiera con los Reyes Católicos. Podríamos leer páginas y páginas de la Historia de España, sin encontrar nada parecido al grito franquista de “España, Una, Grande y Libre”. Uno de los grandes logros en el camino hacia la unidad en grandeza y libertad fue “La Pepa”, la Constitución de Cádiz de 1812, un breve episodio en la Historia de España, al que rápidamente puso fin el Fernando VII, el Rey Felón, tras su vuelta a España en 1814.
 
 En nuestros días, la Constitución del 78 devolvió a España la libertad perdida en 1939, después de que el ejército del sublevado general Franco ganase la guerra civil. Por supuesto, la Carta Magna es susceptible de ser reformada. Algunos, precisamente los que más fueros tienen, no la respetan o intentan eludirla con inútiles referéndums o elecciones pseudoplebiscitarias, escondidas debajo de unas elecciones autonómicas que quisieron convertir en una consulta popular.
 
Por mucho que se empeñen Mas, su aliado Junqueras y los demás partidos independentistas, la Historia de Cataluña no es diferente a la del resto de España. En pleno siglo XXI, es ridículo querer convertir a Cataluña en una Andorra.
 
 
 
 
 
 

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